La loca de Montalbán o los amantes de Zaragoza, como también es conocida, es una bonita historia que cuenta los amores truncados de Aldonza de Entenza y Berenguer de Azlor. Aquí podéis verla transcrita . Aunque corren diversas versiones en castellano os ofrecemos una publicada en una revista del año 1935, el artículo está firmado por Dr. G. Garcia-Arista (Académico c. de la Española y de la Historia).
Los Amantes de Montalbán, oleo pintato por el artista montalbino, Antonio Irisarri. Exposición de Colores y Vida |
El hada de Montalbán
Humillante a no dudar, tenía que ser para los italianos aquel largo dominar del esforzado Alonso V de Aragón, en buena parte de su patrio suelo, desde que en 1420, la reina Juana de Nápoles, lo llamara en su socorro, cuando el aragonés ya tenía domeñada la Cerdeña... Y el esfuerzo para expulsar al dominador tenía que ser definitivo. Al objeto, formaron liga: el Papa, los venecianos, los florentinos y los genoveses, con ayuda clara de casi todos los príncipes de Italia para echar de ella a los aragoneses. Pero, don Alonso, con ánimo valeroso, hizo frente a todos, puso cerco a Nápoles , y la bella ciudad del Vesubio hubo de rendirse a las armas de Aragón. La entrada de don Alonso en Nápoles fue solemnemente triunfal (y así perpetuóse, luego, en monumental fachada del regio palacio), como correspondía al éxito alcanzado y al poderío de tan esforzado Rey. Era el año 1443. Convocó en seguida Parlamento, hizo jurar como sucesor suyo en aquel reino a su hijo don Hernando, pactó la paz con el Pontífice, y pronto la corte napolitana fue un emporio de sabiduría, en donde la cultura aragonesa del siglo XV -el siglo de oro de Aragón-, llevada allí por Alonso el Magnánimo, fue la levadura del Renacimiento que tanta gloria diera luego a Italia.
Y fue entonces cuando don Berenguer de Azlor, el bizarro caballero, que tanto se distinguiera por su valor en el ejercicio de las armas, como por su ingenio en el de las letras, acercóse reverente al Rey, diciéndole:
-"Señor: Prestéos, muy honrado, mis servicios, mientras juzgasteis vos de me necesitar. Hoy que la paz reina en vuestros estados de Italia, pido vuestra licencia, Señor, para regresar al suelo patrio, donde -allá, en la capital de vuestro reino- hace años me espera con ansias de amor, fielmente correspondidas, una dama que es señora de mi corazón y de mis pensamientos, y cuya mano voy a solicitar."
Y, con la venia del Rey, don Berenguer partió para Aragón.
II
Aquel palacio, de sabor gótico no lejos del Temple (del que no queda hoy más que la calle de su nombre), es la concha que encierra... que aprisiona diríamos mejor, la perla más hermosa que Zaragoza viera. Rubia como los soles, esbelta cual la palmera, hermosa como una Venus, y pudorosa y casta como una santa Virgen: tal era doña Aldonza de Entenza, huérfana y heredera de ilustre nombre y de cuantiosa fortuna, y encomendada al cuidado y tutoría del noble prócer don Jaime de Bolea, señor, ya entrado en años, y viudo a la sazón. El haberla acogido de niña y las gracias y encantos de la huérfana, habían engendrado en don Jaime afectos y sentimientos, que ni él mismo acertaba a clasificar; pero que eran hondamente sentidos, y tiernamente pagados por la linda huérfana. El de Bolea no sabía mirar por otros ojos que por los de la hermosa Aldonza; quien, no obstante, suspiraba por ausentes amores y prolongadas ausencias.
Un día de fines de diciembre de 1443, y mientras doña Aldonza hallábase orando ante el Sagrado Pilar, pidiendo acaso la vuelta del ser querido, vio que apuesto y gentil guerrero sin despojarse aún de las armas, se acercaba sumiso y devoto a la Santa Imagen y depositaba, como ofrenda, su espada de combate.
Dióle entonces a Aldonza un vuelco el corazón, y una súbita alegría inundó su alma toda.
* * *
-¿Don Jaime de Bolea?- preguntaban poco después en la casa de la calle del Temple.
Y pasado, que fue, el visitante, pronto reconoció en él, don Jaime, al esforzado paladín y nobilísimo caballero don Berenguer de Azlor.
-Conozco el objeto de vuestra visita -adelantóse a decir el de Bolea-. Pero...
-¿Qué?... ¿qué?... -cortó con ansiedad el recién llegado.
-¡Que vuestro amor es... (¡sensible es decirlo, pero hay que decirlo, y pronto!) es imposible.
-¿Qué estáis diciendo? ¿Impo... si...?
No pudo seguir don Berenguer. Hubiera él querido tener frente a sí en aquel momento, a todos y juntos los enemigos contra quienes combatió; para acometer, ahora, intrépido, contra ellos, y vengarse de su desgracia en alguien; ya que, en el noble tutor de su amada, no podía hacerlo. ¡Dios de Dios!
-¡Calma! ¡Calma! -repuso don Jaime-. ¡No son los hombres los culpables!... ¡Es la fatalidad, la horrible fatalidad!
-¿Pues?...
-¡Estáis, don Berenguer, enamorado de vuestra propia hermana!
Y unos documentos, exhibidos por el de Bolea, probaron a don Berenguer la certidumbre de su desgracia.
III
En la confluencia del ya caudaloso Martín, con el modesto Adobas, se halla enclavada la antes poderosa, y hoy maltrecha villa de Montalbán. Y, hacia la parte sur, elévase un picacho, adosada, al cual, halláse una iglesia, si bien espaciosa, estéticamente pobre; al punto, que nadie adivinara en ella la antigua fortaleza de la Encomendada de Santiago, si, subiendo a las alturas, no advirtiera en su cimborrio, ventanales ojivos y otros restos de perdidas artísticas grandezas, amén de huellas de un foso, que aún circunda la Iglesia-fortaleza. Y, ya en la cima del picacho, adviértese otro, frontero, en las faldas del macizo de Sant Just, separados ambos por el río Martín, al que sirven como de guardias o centinelas, y en aquel que fue paso importantísimo de la ruta de Valencia, cuando antaño ascendía ésta por el macizo, atravesando su gran meseta (todavía marcan hoy la tal ruta una larga hilera de pilares que, por su altura, nunca salva la nieve, sirviendo así de guía al caminante), y descendía hacia Aliaga, para tomar el curso de Alfambra, y, luego, el del Guadalaviar, hasta entrar en Valencia.
Tal fue la ruta seguida por Rodrigo Díaz de Vivar. Y aún lleva su nombre: "Peña del Cid", el segundo de los picachos: aquel que antes fuera fortaleza goda con el nombre de Pina Castel, junto a la antigua Libana, en las lindes orientales de la Celtiberia.
Como hada del roquero castillo, habitábalo, a mediados del siglo XV, una enlutada dama, que, mientras la luz diurna se lo permitía, pasábase las horas contemplando, extática, el próximo y frontero castillo de la Encomienda. Y luego, cuando las sombras de la noche le impedían avizorar lo que parecía ser el objeto de sus ilusiones, la dama descendía de la Peña y, descompuesto el semblante, extraviada la mirada, suelta la cabellera, corría por entre los peñascos como genio de las sombras, como hada de los bosques... Y, atraída por el eco de las campanas que, a los caballeros religiosos del castillo-monasterio de la Encomienda, llamaba a la oración, la dama se acercaba al pie de la muralla. Y, allí, en el silencio de la noche, escuchaba con éxtasis la mística salmodia, que salía por los góticos pintados ventanales, y que mezclándose con sus sollozos, iba a perderse en el murmullo de las aguas del Martín.
Y, extinguido que era el cántico religioso, la dama regresaba a la hora de las tinieblas por entre bosques y peñascales, hacia su empinada residencia, huyendo de las gentes, si por acaso encontraba, exclamando: "¡Era mi hermano!... ¡Era mi hermano!"... Y la dama se encerraba en la fortaleza del Cid.
¡Desdichada doña Aldonza!... ¿Por qué llevaba vida tal?... ¿Por qué aquel castillo frontero era atractivo de su existencia?... ¡Ah! Aunque el enamorado doncel, Berenguer de Azlor, tratara de borrar las huellas de la suya, tras la rota de su corazón, supo al fin la de Entenza que el que fue predilecto de su alma, era, un día, caballero profeso de la Orden de Santiago, con voto de castidad, en la Encomienda de Montalbán.
IV
Luengos años prolongó así su existencia desdichada la desdichada Aldonza... Un día, al caer la tarde, cuando el sol lanzaba sus postreros rayos sobre la Peña del Cid, inundando, a la vez, de resplandores el picacho de Montalbán. Aldonza descendía de la montaña hacia el castillo de la Encomienda... ¡Qué huella habían dejado las penas en su belleza virginal!... ¡Pobre azucena, marchitada por las furias del infortunio!... ¿Qué glorioso influjo guiaba a la pobre Aldonza hacia el santo lugar?... Pasando la muralla por la solitaria puerta de Santa Engracia, llegó al pórtico del templo, y, vacilante, se detuvo... Las sombras de la noche ya invadían su interior; y un silencio sepulcral denunciaba la soledad absoluta... Y entró... A la luz de una lámpara blanquecina y temblorosa, Aldonza, impaciente recorrió la iglesia buscando, buscando... Al fin, halló una recia puerta, empujó y descendió a la cripta... Allí estaban los sepulcros de los Caballeros de Santiago. (Todo ello, con la iglesia -que luego fue restaurada- desapareció en la guerra de la Independencia.) Una débil lámpara que iluminaba la imagen de un Santo Cristo, sobre un sepulcro, hízola detenerse, y leyó un nombre: "Berenguer de Azlor"... Alzó la dama sus ojos, con extraña, plácida sonrisa hacia la imagen del Salvador, e impulsada por inexplicable fuerza ascendió al camerín, abrazóse al Santo Cristo, cubrió su rostro de lágrimas y Aldonza desprendióse bruscamente, cayendo exánime sobre la tumba de Berenguer...
Cuando los sirvientes de la iglesia reconocían ésta para cerrar, hallaron a doña Aldonza rígida y yerta como una de esas estatuas yacentes que adornan los panteones.
Y allá mismo diz que fue sepultada la errante dama, bajo esta inscripción:
Aquí reposan, juntos en la muerte,
los que tanto se amaron en la vida.
¡Dios piadoso les dé buena acogida,
ante su infausta suerte!
V
Atravesaba el claustro grandioso del grandioso convento de San Francisco -víctima de las bombas francesas, como tantos otros monumentos de Zaragoza- un fraile de noble semblante y cabeza cana, bajo cuyo tosco sayal, adivinábase, en andares y actitudes, cierta distinción aristocrática...
Y alguien, al verlo, recordó:
¡Ah! ¡Sí! Aquel noble prócer, tutor de una hermosa doncella, que, enamorado de sus encantos y no pudiendo hacerla suya, impidió que fuese de otro, fingiendo -hasta con falsos documentos- que entre éste y la dama mediaba un impedimento de hermandad.
-¿Don Jaime de Bolea?...
-¡Así se llamó en el siglo!
VI
Las misiones de Marruecos atraían, entonces, a los más fervorosos apóstoles de Cristo... La nave atravesaba el estrecho... Una horrible tempestad hizo que el mar se tragara la nave... Con ella se hundió, el último, abrazado a un Crucifijo y gritando: "¡Perdón, Señor, perdón!", el P. Jaime de Bolea.
Dr. G. García-Arista
Académico c. de la Española y de la Historia (1935)
Es una historia preciosa
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