Fuente informativa: Asociación Cultural Cuatrineros
Fotografías: A.C.Cuatrineros /Blog de Montalbán en fotos/ Ayto de Montalbán
Cuadro: Exposición de Colores y Vida, Antonio Irisarri
Fotografías: A.C.Cuatrineros /Blog de Montalbán en fotos/ Ayto de Montalbán
Cuadro: Exposición de Colores y Vida, Antonio Irisarri
Os dejamos con una de las más apasionantes historias de amor jamás contadas........una de las leyendas que forman parte del rico patrimonio histórico montalbino....
LOS AMANTES DE MONTALBÁN
“Dña ALDONZA y D.BERENGUER”
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Los Amantes de Montalbán, oleo pintato por el artista montalbino, Antonio Irisarri. Exposición de Colores y Vida |
Cuenta la leyenda que D.Berenguer de Azlor, un bizarro caballero, que
tanto se distinguiera por su valor en el ejercicio de las armas como por su
ingenio en el de las letras, se acercó al Rey Alonso V de Aragón, y reverente,
le pidió volver al Reino de Aragón, desde las bélicas tierras italianas. Y con
su venia partió para Aragón.
En un palacio
zaragozano, se encontraba encerrada la perla más hermosa que Zaragoza viera:
Dña Aldonza de Entenza, encomendada al cuidado y tutoría del noble D. Jaime de
Bolea, señor ya entrado en años y viudo. Le había acogido de niña. Jaime de
Bolea estaba muy enamorado de ella, pero la bella Aldonza suspiraba por su
ausente amor, D. Berenguer.
Un día de
finales de 1443, mientras Dña Aldonza estaba orando ante el Sagrado Pilar, le
dio un vuelco de amor su corazón. Un apuesto visitante había llegado,
preguntando por D. Jaime de Bolea, era el valeroso caballero, D. Berenguer de
Aldoz. Le pidió a D. Jaime que le entregara el amor de Dña Aldonza, pero D.
Jaime le contestó que su amor era IMPOSIBLE. Sorprendio, D.Berenguer le
preguntó por qué era imposible ese amor, contestándole que no eran los hombres
los que se interponían entre ellos, era la FATALIDAD.
Le preguntó D.
Jaime si estaba enamorado de su propia hermana, enseñándole unos documentos que
parecía acreditaban esa realidad.
En la
confluencia del rio Adobas, se encuentra encablada una villa, antes poderosa,
hoy maltrecha, un lugar al que había llegado Rodrigo Diaz de Vivar, “El Cid,
sobre el s. XIII, llamada Montalbán, y en un picacho, la Peña que recibe su nombre,
donde al parecer descansó.
Allí pasaba
largos días y eternas noches, Dña Aldonza, recluída por D. Jaime, para impedir
su amor con D. Berenguer.
Como hada del roquero castillo, habitábalo, a mediados del siglo
XV, una enlutada dama, que, mientras la luz diurna se lo permitía, pasábase las
horas contemplando, estática, el próximo y frontero castillo de la Encomienda.
Y luego, cuando las sombras de la noche le impedían avizorar lo que parecía ser
el objeto de sus ilusiones, la dama descendía de la Peña y, descompuesto el
semblante, extraviada la mirada, suelta la cabellera, corría por entre los
peñascos como genio de las sombras, como hada de los bosques... Y, atraída por
el eco de las campanas que, a los caballeros religiosos del castillo-monasterio
de la Encomienda, llamaba a la oración, la dama se acercaba al pie de la
muralla. Y, allí, en el silencio de la noche, escuchaba con éxtasis la mística
salmodia, que salía por los góticos pintados ventanales, y que mezclándose con
sus sollozos, iba a perderse en el murmullo de las aguas del Martín.
Y, extinguido que era el cántico religioso, la dama regresaba a
la hora de las tinieblas por entre bosques y peñascales, hacia su empinada
residencia, huyendo de las gentes, si por acaso encontraba, exclamando:
"¡Era mi hermano!... ¡Era mi hermano!"... Y la dama se encerraba en
la fortaleza del Cid.
¡Desdichada doña Aldonza!... ¿Por
qué llevaba vida tal?... ¿Por qué aquel castillo frontero era atractivo de su
existencia?... ¡Ah! Aunque el enamorado doncel, Berenguer de Azlor, tratara de
borrar las huellas de la suya, tras la rota de su corazón, supo al fin la de
Entenza que el que fue predilecto de su alma, era, un día, caballero profeso de
la Orden de Santiago, con voto de castidad, en la Encomienda de Montalbán.
Después de
largos años prolongó así
su existencia la desdichada Aldonza...
Un día, al caer la tarde, cuando el sol lanzaba sus
postreros rayos sobre la Peña
del Cid, inundando, a la vez, de resplandores el picacho de Montalbán. Aldonza
descendía de la montaña hacia el castillo de la Encomienda... ¡Qué
huella habían dejado las penas en su belleza virginal!... ¡Pobre azucena,
marchitada por las furias del infortunio!... ¿Qué glorioso influjo guiaba a la
pobre Aldonza hacia el santo lugar?... Pasando la muralla por la solitaria
puerta de Santa Engracia, llegó al pórtico del templo, y, vacilante, se
detuvo...
Las sombras de la noche ya invadían su interior; y un
silencio sepulcral denunciaba la soledad absoluta...
Y entró... A la luz de una lámpara blanquecina y
temblorosa, Aldonza, impaciente recorrió la iglesia buscando, buscando... Al
fin, halló una recia puerta, empujó y descendió a la cripta... Allí estaban los
sepulcros de los Caballeros de Santiago. (Todo ello, con la iglesia -que luego
fue restaurada- desapareció en la guerra de la Independencia. ) Una
débil lámpara que iluminaba la imagen de un Santo Cristo, sobre un sepulcro,
hízola detenerse, y leyó un nombre: "Berenguer de Azlor"... Alzó la
dama sus ojos, con extraña, plácida sonrisa hacia la imagen del Salvador, e
impulsada por inexplicable fuerza ascendió al camerín, abrazóse al Santo
Cristo, cubrió su rostro de lágrimas y Aldonza desprendióse bruscamente,
cayendo exánime sobre la tumba de Berenguer...
Cuando
los sirvientes de la iglesia reconocían ésta para cerrar, hallaron a doña
Aldonza rígida y yerta como una de esas estatuas yacentes que adornan los
panteones.
Y
allá mismo dicen que fue sepultada la errante dama, bajo esta inscripción:
Aquí reposan,
juntos en la muerte,
los que tanto
se amaron en la vida.
¡Dios piadoso
les dé buena acogida,
ante su
infausta suerte!
Atravesaba el claustro del grandioso convento de San Francisco -víctima de las bombas francesas, como tantos otros monumentos de Zaragoza- un fraile de noble semblante y cabeza cana, bajo cuyo tosco sayal, adivinábase, en andares y actitudes, cierta distinción aristocrática...
Y alguien, al
verlo, recordó:
Ah! ¡Sí! Aquel
noble prócer, tutor de una hermosa doncella, que, enamorado de sus encantos y
no pudiendo hacerla suya, impidió que fuese de otro, fingiendo -hasta con
falsos documentos- que entre éste y la dama mediaba un impedimento de
hermandad.
-¿Don Jaime de
Bolea?...
-¡Así se llamó
en el siglo!
Las
misiones de Marruecos atraían, entonces, a los más fervorosos apóstoles de
Cristo... La nave atravesaba el estrecho... Una horrible tempestad hizo que el
mar se tragara la nave... Con ella se hundió, el último, abrazado a un
Crucifijo y gritando: "¡Perdón, Señor, perdón!", el P. Jaime de Bolea.
Dr. G. García-Arista
Académico c.
de la Española y de la Historia (1935)
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